Una Autentica Historia de Amor
Sonia Osorio, la
bailarina que llevó triunfalmente el mapalé, el bambuco y la cumbia de Colombia a todos los países del
mundo, nació en Bogotá el 25 de marzo de 1928, pero desde los ocho meses vivió
en Barranquilla, al cuidado de su abuela, la próspera empresaria Elvira de
Saint Melo, quién tenía una fábrica de maquillaje. Allí creció como una reina,
libre, consentida y salvaje. Entre danzas y arrumacos. Como hija, nieta y
bisnieta única, toda la casa familiar giraba alrededor suyo.
Pero a los nueve
años fue obligada a mudarse a Bogotá con su padre Luis Enrique Osorio y su
madre Lucia, lo que fue un verdadero trauma para ella: pasar del pechiche sin
límites, los colores y la música de las casas amplias y luminosas del barrio El
Prado, al frío y el gris capitalino.
Su madre era
pianista e hija del director de la orquesta sinfónica; su padre fue un hombre
súper dotado, educador, sociólogo, comediógrafo, novelista, músico y poeta, y
uno de los fundadores del teatro colombiano. Gran amigo del presidente
venezolano Rómulo Betancourt, llevó su trabajo a múltiples escenarios del mundo
entero. Sobre esta privilegiada plataforma se educó Sonia, quién tuvo la inmensa fortuna de disfrutar,
de manos de su padre, de una esmerada formación intelectual. A donde quiera que
iba, estudiaba baile, llegando a ser discípula personal de Madga Brunner,
primera figura del ballet de Viena.
Se casó a los 16
años en Barranquilla con el industrial y cónsul alemán Julius Siefken Duperly,
y fue madre a los 17 años. En este primer matrimonio tuvo dos hijos: Kenneth y
Bonny. Llevaba casada ocho años, con una mala relación de pareja, hasta que una
noche su vida cambió para siempre. Se encontró a la salida del Cine Metro con
el industrial barranquillero Pedro Obregón y su hijo Alejandro, y el primero le
sugirió al novel pintor: “¿Por qué no retratas a esta mujer tan linda?”.
Alejandro respondió que sí, sin pensar, y nadie imaginó lo que esa inocente
propuesta traería consigo.
Alejandro había
nacido en Barcelona en 1920, y era nieto, por línea materna, del alcalde de esa
misma ciudad catalana y de un banquero inglés, y su padre Pedro era el dueño de
textiles Obregón y pariente de los Santodomingo. Tuvo la educación típica de la
altísima elite social inglesa, muy fría, muy rígida y estricta, alejado de sus
padres, vestidito de marinero, con nodriza e institutrices alemanas y
francesas. Nada presagiaba al pintor rebelde y revolucionario que sería.
Fue nombrado muy
joven vicecónsul en Barcelona y en ese cargo conoció a la que sería su primera
esposa, Ilva Rash, hija de su jefe, el poeta y cónsul Miguel Rash-Isla. Se casaron
en 1943 y se instalaron en Barranquilla en 1945, huyendo de la segunda guerra
mundial. El carácter finísimo, discreto y retraído de Ilva, chocó de frente con
el desparpajo, el caos y el furor del trópico. No podían ser más diferentes.
Alejandro empezó a salir solo y a divertirse por su cuenta.
Alejandro y Sonia
se conocían de vista desde niños, pero el ángel del amor se demoró en apuntar
su flecha hacía ellos. Durante temporadas de su niñez y juventud, vivieron a
sólo una cuadra de distancia, ya que la casa de la abuela de ella quedaba al
otro extremo de la calle y de la casa de los padres de él en Barranquilla, más
abajo del Country Club.
En una oportunidad,
él se presentó en la ciudad con una novia gringa y la llevó a pasear con sus
amigos y amigas del barrio El Prado al río Magdalena. Alejandro agarraba a la
gringa, la besaba en la boca y se la sentaba en las piernas. Ese
comportamiento, que es visto ahora como algo normal entre enamorados, estaba
prohibido y era un verdadero escándalo en los años cuarenta. Al respecto, la
novelista barranquillera Marvel Moreno nos cuenta en sus memorias que la
presión y la represión moral en Barranquilla era tan oprimente y sofocante que
ella descubrió su lugar en el mundo cuando llegó a Paris y observó a una
pareja besarse en la calle sin ningún problema. Eso nos da una idea del
terremoto que se armó en la ciudad cuando Sonia y Alejandro se fueron juntos.
Se enamoraron
durante la elaboración del retrato de Sonia. Ella posaba una hora diaria en el
estudio de Alejandro en Barranquilla, y en Bogotá en los altos del teatro
Faenza. Prolongaron el proceso a propósito, y el retrato seguía y seguía hasta
que la pasión se les salió de las manos, y él no tuvo más alternativa que
proponerle matrimonio: "Te invito a que nos muramos de hambre juntos en
París, pero te advierto que siempre me levanto de mal genio", le dijo.
La situación era
insostenible. Sonia y Alejandro estaban locamente enamorados y no podían vivir
el uno sin el otro, pero ambos estaban casados y, para agravar la situación,
Ilva Rash, la mujer de Alejandro, acababa de tener a su hijo Diego.
La familia de Sonia
le suplicó que intentara salvar su matrimonio y ella hizo el esfuerzo en Bogotá
por un año más, pero no había nada que hacer. Se divorciaron de sus respectivas
parejas, se casaron por poder en México y luego civilmente en París. Sonia se
llevó a uno de sus hijos con ella para Francia y el otro se quedó con su abuela
en Barranquilla. Para sus familiares y amigos, fue un baldado de agua fría.
Algunos familiares de Alejandro no le hablaron en muchos años a raíz de esto.
Como en París era
muy difícil vivir, consiguieron una casa que tenía como once siglos de antigüedad,
en Alba la Romaine (Ardeche). Se
instalaron como artistas pobres y bohemios, y vivían de lo que les mandaban sus
familias. Sus diversiones eran muy sencillas y consistían en pasear en
carretera y conversar con los aldeanos. Sonia bailaba encima de las mesas de
los bares y restaurantes, y con esto conseguían beber y comer gratis. Esos años
fueron un sueño hecho realidad: se codearon con Picasso y los existencialistas
sin un franco en el bolsillo.
Sonia lo recordaba
como un marido fuera de serie, que la animaba a perseguir su sueño de ser una
artista, le decía que no le importaba que la casa estuviera sucia, ni tener que
repetir las camisas sin lavar, que lo importante para él era que ella bailara y
se realizara como mujer. Que tenía demasiado talento para andar limpiando. Y le
pedía que bailara para él mientras pintaba en el estudio.
–¿Pero para qué
quieres que baile para ti, si no me estás viendo? –le preguntaba ella.
–No te veo, pero te
siento –respondía él.
Allí estaban, de
espaldas al mundo, por encima del mundo: La
bailarina más importante de la historia del país, la mujer más bella de
su época, bailando en una antigua y derruida casita de más de mil años de
antiguedad, para su amado, para ese hombre que dejó por seguirla a ella
familia, honor, reputación y fortuna.
Ella señalaba con
los movimientos de su cuerpo sudoroso, el movimiento preciso del pincel, la
rotunda vibración de los colores, la alegre profundidad del paisaje. Ella era
perfume, privilegio, volcan y música de tambores. Él escribía sobre el lienzo
templado frente a él, esa obra de arte que danzaba. Ella canalizaba en su sangre la fuerza brutal de nuestro exuberante
mestizaje. Él como un escribano
afortunado y febril, atrapaba en el aire las tormentas, la furia de los océanos,
el oleaje que las caderas de Sonia provocaba, al ritmo de la vieja
vitrolita de música que sonaba en el
rincón.
Su historia de amor
marcó una época. Era usual que estando juntos en cualquier sitio público, él
súbitamente gritara a todo pulmón: “¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te adoro!”. Ella le
recriminaba cariñosamente:
– ¿Pero por qué no
me lo dices a mi? ¿Por qué tienes que gritarlo para que todos se enteren?
Y él respondía:
– Me encanta
oírmelo decir.
Alejandro fue
siempre un animal de trabajo. Pintaba todo el día, todos los días, y no
permitía que nadie le limpiara el estudio. Encontrarlo limpio era una auténtica
tragedia para él. Para Sonia era tortuoso, porque ella era muy ama de casa y la
suciedad la hacía sufrir. Vivían en una provincia vinícola, y los campesinos
compartían entre sí los frutos de su cosecha. El vino era prácticamente gratis.
Mientras él bebió toda la vida, ella siempre fue abstemia.
Sonia nunca ahorró
elogios para describir a Alejandro: “Difícilmente existe un amante más
maravilloso que él, en todo sentido. Era como de mentira. Voluptuoso,
apasionado, tenía todos los ingredientes para enloquecerla a una. Y para mí,
que venía de una especie de noche oscura, fue como un amanecer”.
A los tres años
llegaron los hijos, primero Rodrigo y después Silvana, y para él fue un shock
terrible, porque los llantos le interrumpían el trabajo. Pero después vivía
maravillado con ellos, como si fuera otro niño. El matrimonio, como tal duró
diez años: cinco en Francia y cinco en Barranquilla, pero él se aburrió de la
vida monogama y volvió a hacer vida de soltero y a andar con la una y con la
otra. A las primeras conquistas que se interpusieron en su relación de pareja,
Sonia las enfrentó y peleó con uñas y dientes, pero pronto entendió que
Alejandro no era hombre de una sola mujer y, drástica y apasionada como era,
cortó por lo sano y se divorció de él.
Luego de la
separación, fueron decenas, cientos, las mujeres que pasaron por la cama y el
corazón de Alejandro Obregón. Después de Sonia, se enamoró y se casó con la
pintora inglesa Freda Sargent, con quién tuvo a su hijo Mateo, y se vino con
ellos a vivir a Cartagena. Pero esta experiencia de pareja duraría poco tiempo.
Enamoradizo,
necesitó todo el tiempo la compañía femenina. Su hija Silvana asegura que no
era tanto que él fuera mujeriego, sino que ellas lo buscaban, y que podía estar
con una y siempre había otra llamándolo y seduciéndolo.
Al separarse de
Alejandro, Sonia se casó en Panamá con el marqués Italiano del Pogglio
Franchesco Lanzoni Paleoti, padre de su último hijo Giovanny. Pero después de
estar con un hombre como Alejandro, era imposible para ella estar con uno
normal, por lo que la unión duró sólo dos años “muy viajados”.
Separados, Sonia y
Alejandro siguieron cultivando y cosechando innumerables éxitos y glorias
profesionales. Él era considerado “el pintor oficial del país”, y tuvo el
inmenso honor de pintar a sus 53 años el gigantesco mural “Amanecer en
los Andes” en la entrada del Hall del edificio de la Organización de las
Naciones Unidas. También pintó los murales de las plenarias del Congreso de la
República de Colombia. Con su ballet de Colombia, Sonia ganó decenas de
premios y condecoraciones, y recibió ovaciones de pie en prácticamente todos
los países y en todas las casas reales del mundo.
Pero un día
cualquiera algo ocurrió. Ese gran amor del pasado volvió como un torbellino. Entró
de sorpresa por la ventana. Un periodista le preguntó en directo por televisión
a Sonia Osorio por su vida sentimental. Ella dijo resueltamente mirando a la
cámara: “He querido a muchos hombres, pero amado, amado, solo a uno”.
Esa noche, Alejandro la llamó y solo atinó a decir con la voz quebrada por la
emoción: “Gracias Sonia”.
Alejandro murió en
brazos de su hija Silvana en Cartagena en 1992, de un tumor fulminante en el
cerebro. Descansa en el bello mausoleo que posee la familia Obregón en el cementerio
Universal en Barranquilla. Su epitafio (si es que un epitafio puede abarcar una
vida) es una sola palabra: “Siempre”.
A Sonia se la llevó
una infección renal hace dos años. Fue despedida entre tambores, cumbias,
discursos y cantaores, y enterrada en Bogotá con todos los honores y homenajes
que corresponden a la fundadora del Ballet de Colombia. Un carnaval fue su
funeral, porque un carnaval fue su vida, como lo fue su relación de pareja con Alejandro:
colorida, ruidosa, llena de jolgorio, de música, de libertad, de danza y
espontaneidad.
Juntos, poetas del
cuerpo y del color, faunos venidos de una época legendaria de druidas y unicornios,
escribieron en el lienzo del destino una historia de amor que perdurá en la
memoria del arte, más allá de lo que ellos jamás llegaron a imaginar en esas
frias, bohemias y luminosas noches de pobreza, música y vino en Paris.